viernes, octubre 22, 2004

Y las momias bailaron...
al ritmo de Nortec


Al diablo las sillas para diplomáticos, las muchachas lo que quieren es bailar. Reza la pantalla: morras. morras. morras. las más desmadrosas. punchis-punchis-punchis. Es la autoburla del colectivo para los que menosprecian su trabajo, es el grito de antiguerra. El pinche ruido de Nortec
Por Jaime Cháidez Bonilla
Enviado Especial

GUANAJUATO.- Se prendieron las computadoras a las 8 de la noche con 5 minutos y terminó la fiesta a las 10:20 de la noche con un diploma, un ramo de flores y el telón cerrándose. Nortec hizo su trabajo y los cuerpos sudados de 5 mil personas fueron las consecuencias de dos horas de música interminable en el XXXII Festival Internacional de Guanajuato.

Las expectativas eran mutuas.

Los asistentes querían corroborar eso de lo que tanto se habla. Los músicos tenían el reto de saber cómo reaccionaría Guanajuato un martes por la noche, día difícil, los mexicanos y extranjeros que llegaron a esta ciudad en la semana final de la fiesta cultural.

En el inicio se hizo el silencio, “favor de apagar sus celulares” dijo un afectado locutor de marras, “comenzamos”...

La plaza máxima con jóvenes, primordialmente, se llena de colores y humo seco. Las 6 laptop comienzan a funcionar como hermanas en coro. Ramón Amezcua, Bostich, está concentrado aguantando las punzadas de la rodilla como si fuera un dolor de muelas; abre la brecha del sonido y, entonces sí, comienzan a brincar los incondicionales, los que ya conocen el disco “Tijuana Sessions 1”, al revés y al derecho.

Hasta ahí todo normal.

Fresca pero no fría la noche se esconde en los ojos de los vigilantes policiacos que no entienden muy bien qué clase de música es ésta. Brincos y brincos pero no hay violencia, piensan.

Mogt, Beas, Mendoza y Verdín continúan con el ciclo intercalado mientras el señor Martín llena las dos pantallas gigantes con estampas de una Tijuana kitch. Guanajuato se va calentando como una cazuela a fuego lento.

Una hora después, el resto de la serpiente de cuerpos que se resistía ha terminado por retorcerse. Al diablo las sillas para diplomáticos, las muchachas lo que quieren es bailar. Reza la pantalla: morras. morras. morras. las más desmadoras. punchis-punchis-punchis. Es la autoburla del colectivo para los que menosprecian su trabajo, es el grito de antiguerra. El pinche ruido de Nortec.

Cuando se cruzan las computadoras, cuando suben los tonos hasta límites frenéticos, cuando brincan y brincan las camisetas como aerobics nocturnos, se sabe que Tijuana es producto de exportación.

Pedro Gabriel Beas, Hiperboreal, el impasible –siempre parece tener el control- toma un buche de una cerveza de bote y mira el horizonte, hasta la pared gigante de grandes piedras, allá en los tablones donde se oyen tan lejos y tan cerca los tamborazos que bajan por los cerros.

Mashaka se da gusto con la colección de estampas visuales. La más gozosa muestra a un Monsiváis rebobinado en alguna calle de Tijuana. También aparecen las cruces de la barda maldita, la playa atravesada por la frontera, la estrella de la calle sexta, los camiones verde y crema, los yonques, y el Colosio norteño de Acamonchi (es nuestro porque aquí lo matamos).

Roberto Mendoza, Panóptica, prende un cigarro y busca a la gente, la incita con las manos para que no deje de mover el cuerpo y la provoca con tijeretazos de Camelia La Tejana. La masa responde con aullidos y el nuevo padre de familia levanta su instrumento musical como lo hiciera el negro Hendrix en los 60.

Apenas acaban de hacer lo propio en los patios del Centro Cultural Tijuana y esta noche repiten las dosis en la tierra de las momias para luego trasladarse al Universal Amphitheater, de Los Angeles, California, junto a Los Lobos.

Aquellas 36 personas que asistían a los conciertos en Río Rita, ahora se reproducen en miles y piden autógrafos, preguntando por la llegada del próximo disco. Puede ser Brasil, Inglaterra, Estados Unidos o el DF.

Pepe Mogt, Fussible, digno representante de Playas de Tijuana, recicla los cuerpos en éxtasis y mezcla la vieja cumbia de la “Pollera Colorá” para que todos se estremezcan al sonar los tambores.

El más divertido de la banda, Jorge Verdín, Clorofila, siempre tiene la cuota de humor y frescura, es el dueño de los huevos de la gallina, el muchacho de Los Angeles, California, el que desde Cha Cha Cha ya tenía inclinaciones por la mezcla electo-norteña.

Las máquinas tienen el alma del quien las trabaja y sus seguidores las disfrutan.

Las dos horas de danza pasan rapidito. Cuando intentan despedirse, los nortecos son regresados por los aullidos de Guanajuato. Piden otra y no se van.

Es la noche de un último martes del Cervantino que fenece el próximo fin de semana.

Es la noche que Tijuana tuvo para quedarse. La tambora eléctrica se ha convertido en un eco interminable que recorre los túneles de la ciudad.

Es la noche en que las momias bailaron con los sonidos de Nortec.

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