pequeñas historias tijuaneras
Lo conocía desde siempre, él era dos años menor que yo, pero tengo la impresión de haberlo visto en la calle desde la primera vez que salí a jugar a la calle. Hiperactivo y astuto. Yo tenía once y él nueve, el Atari era nuestra adicción entresemana y el fin de semana siempre era tiempo de jugar futbol. Futbol americano, por supuesto.
En Tijuana sólo los chilangos y los sureños recién llegados jugaban futbol soccer. Veíamos con menosprecio a esos nuevos vecinos que llegaban pateando su baloncito de piel al parque. Nadie jugaba con ellos y pronto comprendían que acá en Tijuana nadie sabía ni le importaban el América, el Cruz Azul o las Chivas. Nosotros hablábamos de los Pittsburg Steelers y lo imponente y maldito que era su quaterback, Terry Bradshaw y de la rivalidad a muerte que sostenía con los Dallas Cowboys. Esos partidos siempre nos mantenían pegados al televisor. Eran los clásicos Monday Night Football.
Solíamos juntarnos en la casa de él a ver los juegos y después salíamos a jugar en plena noche, auxiliados por el alumbrado público del parque.
El futbol americano implicaba técnica, fortaleza y valentía de aguantar madrazos. Siempre estaba uno expuesto a sufrir una fractura en un partido cualquiera.
Cuando no jugábamos Atari o futbol americano, las bicicletas eran las encargadas de drenar nuestra adrenalina. Yo tenía una Rampar Raleigh, Alonso (al que todo le compraban) una Schwinn y él una Diamondback. Tomábamos los cerros que rodeaban nuestra colonia por asalto y nos perdíamos de la vista de nuestros padres hasta caer la noche.
A pesar de ser él, el menor del grupo, era de los más intrépidos a la hora de saltar barrancos, brincar charcos o pedalear a toda velocidad de bajada sin saber bien cómo,cuándo o dónde íbamos a frenar.
Recuerdo cuando una vez bajando la avenida principal de la colonia, al Zubarán (otro del clan) se le atravesó un carro y a los quince minutos estaba yo en una ambulancia viendo cómo le sangraba sin cesar la cabeza. Ese sí que fue un mal día, sobre todo cuando me dijeron que en la Cruz Roja no lo podían atender por falta de equipo.
Cuando la mayoría de nosotros teníamos trece años y nos escondíamos a fumar tabaco, a beber alguna botella robada del closet de mi padre o a ver alguna porno que traía un primo pocho de Los Angeles, él siempre era parte del petit comité de malportados ocasionales.
Era un niño muy precoz, tanto que cuando cumplió quince años de edad, embarazó a a una niña de catorce y para los diecisiete ya estaba a punto de tener un hijo con otra.
Pasaron algunos años y convivimos menos, aunque nunca dejamos de vernos del todo.
Hace cinco o seis años me lo encontré en la Plaza del Zapato, cargaba una botella de whiskey escocés y me invitaba a beber toda la noche. Yo no estaba para festejos y además nunca me ha gustado mucho el whiskey. Rechacé la oferta, le di un abrazo y recordé cuando la vida y la juventud me parecían eternas mientras gastábamos los sueldos de una semana en una noche sin recatos y sin remordimiento alguno.
Ya no era yo el mismo y al verlo sentí: un guiño de los días que fueron, una pizca de complicidad y otro tanto de minúscula culpa.
La última vez que lo vi, fue el año pasado en el boulevard. Gritó mi nombre desde un Hummer gris. Yo lo saludé como quién se re-encuentra con la infancia y con quién ya no se es. Y sonreí.
Según El Frontera, él apareció encobijado hace cuatro días junto con otros dos. Todos mostraban evidentes muestras de tortura.
Él se llamaba Rubén y era un chico de mi cuadra.
R. I. P.
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